Hoy me mostraron un video de una nueva bicicleta que te indica muy inteligentemente cuando hay vehículos cerca para prevenir choques y otros accidentes o percances. La idea puede parecer atractiva para algunas personas. Efectivamente la idea parece segura. Nos hace sentir o pensar que estamos más seguros. ¿Es así?
Al plantear la pregunta no solo me refiero a este artefacto en particular si no también a todas aquellas cosas que cotidianamente nos alertan, avisan, recuerdan, destacan, etc sobre algo o alguien que pueda estar haciendo algo que nos «guste» o nos afecte. Es decir, tenemos mapas, gps, alarmas, sensores, notificaciones, llamadas y más de mecanismos que nos «informan» sobre la realidad y lo «relevante» en ella.

Mi primera impresión al escuchar sobre esta bicicleta fue de molestia. Pensé en qué sentido tiene eso si para algo estan los ojos, los oidos, la piel, la propia percepción. Pero luego comencé a pensar en cuán afectados estan estos sentidos en nosotros hoy en día.

La capacidad perceptiva humana es extraordinaria. El mejor ejemplo de esto que puedo recordar me remite al tsunami que se dio en la costa asiática hace unos años. Cientos de miles de personas murieron y no hubo tecnología posible que pudiera alertar de tan grande desastre. Excepto una.

En una de las islas de India, existe una tribu, que ha logrado mantener un significativo estado de impermeavilización ante la sociedad «civilizada». Dicha tribu fue encontrada intacta después del Tsunami. Ni un solo habitante de la isla pereció producto de la inundación total de la isla. Cuando las autoridades preguntaron a los líderes de la tribu cómo lograron tan extraordinaria hazaña, los isleños contestaron con simplicidad que semanas antes del evento pudieron sentir el fenómeno que se produciría por la vibración que tenía la tierra y que podían percibir a través de las plantas de los pies. Tuvieron semanas para fabricar pequeñas barcas en las cuales, 4 horas antes del Tsunami partieron rumbo a alta mar para observar divertidamente el pintoresco fenómeno de la inundación total de su isla. Comieron algo, comentaron -como aquí lo haríamos en un eclipse solar-, y una vez pasada la gran ola, volvieron a la isla y a la normalidad.

No puedo evitar sonreir con ironía  cuando aquí, donde nos hacemos llamar civilizados, necesitamos o pensamos necesitar un artefacto que nos avise sobre algo que vemos justo frente a nuestra nariz como en el caso de la bicicleta.

Todo esto me llama a dos cosas: Una, a pensar en cuán atrofiados están nuestros sentidos, y dos, a cuán extraordinaria es la capacidad que yace dormida dentro de nuestro cuerpo, dentro de nuestra mente.

Por mi parte prefiero jugar. Como lo hacía cuando niña, a seguir tratando de ver en la oscuridad, o presentir cuando alguien se acerca, escuchar los pensamientos de mis amigos, ver los colores que cada uno parpadea. La tecnología es otro juego, pero no permitiré nunca que pretenda sustituir algo tan fino y magnífico como lo que fue puesto en mi por naturaleza.

El canto de la última sobreviviente de la lengua Bo

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